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Madeira

MADEIRA
La montaña que el mar rodeó

RUBÉN FIGAREDO

Para la leyenda, los primeros en llegar a Madeira fueron dos amantes, el aventurero Robert Machín y la noble Ana de Efert. Desterrados de Inglaterra por la oposición familiar a sus relaciones, embarcaron hacia Portugal, siendo su barco

arrastrado por la tempestad hasta la playa de Machico, que según la tradición, debe su nombre a la pareja. Hoy son muchos los recién casados que escogen la isla para su luna de miel, creyendo que en un lugar sin

apenas monumentos ni playas, nada les distraerá de su privacidad.

Principal proveedora de caña de azúcar en la época medieval, sus plantaciones se nutrían de mano de obra esclava que se encargaría también de construir la red de acequias (levadas), que aprovechan el agua de las cumbres y sirven como vías de comunicación. Suma unos 2.100 kilómetros, con más de 40 túneles excavados en la roca viva. Las rutas que les siguen, entre paisajes espectaculares, son uno de los atractivos turísticos de Madeira.

La isla fue feudo pirata, siendo periódicamente visitada por bandoleros de los siete mares que se aprovisionaban en ella de su famoso vino, cuando no se entregaban al pillaje. El matrimonio de Carlos II de Inglaterra con Catalina de Braganza la convertiría en plaza preferente para los negociantes ingleses, que se encargarían de explotar y popularizar los exquisitos vinos de la zona.

A lo largo de su historia recibió la visita de personajes muy variados: el bucanero Capitán Kidd, el marino James Cook o la emperatriz Sissí. A mediados del XIX era el destino predilecto de las clases acomodadas de Europa. Atraídos por su clima subtropical y por sus beneficios para las patologías respiratorias, se instalaban en las decadentes y románticas quintas que los ricos comerciantes ingleses les alquilaban.

Su orografía parece un enorme iceberg de piedra de 8.000 metros, de los cuales sólo los 1.800 últimos sobresalen sobre el nivel del mar. Aquí lo abrupto toma carta de naturaleza en forma de cumbres inaccesibles, valles recónditos y carreteras sólo aptas para los conductores más dotados. Sus reducidas dimensiones -1 kilómetros de largo por 25 de ancho-no pueden ser más engañosas para quien pretenda recorrerla.

Origen desconocido

La formación de esta gran masa rocosa es un enigma. Según el mito, Neptuno creó la isla con un poco de lava y un remolino de sal, pero su origen volcánico no se ha demostrado fehacientemente. Cuando la ciencia vacila, crece la fábula que asegura que no es más que un fragmento no sumergido del legendario continente de Lemuria. Esta hipótesis se asienta en el hallazgo de plantas fósiles, extinguidas en la noche de los tiempos.

La llegada a Madeira se hace a través de su aeropuerto internacional, conocido por tener la pista más corta de Europa, aunque en la actualidad está en construcción su ampliación en terrenos ganados al mar. La vista nocturna desde el puerto de Funchal es una constelación de luces que se extiende a lo largo de la ladera de la montaña, como una escalera al cielo a partir de una interminable pendiente llena de curvas y recovecos.

La rúa Corpo Santo es el pórtico del barrio viejo. La macilenta luz de los faroles se une, en un contraste entre azules y amarillos, a lo que fue el día. Aquí se combinan los restaurantes y las tiendas de telares y sombreros de paja. Al final de ella, la fortaleza de Santiago, del siglo XVI, alberga un museo de arte contemporáneo.

El abanico hotelero en Funchal es de lo más variado: desde las 60.000 pesetas por noche que cuesta dormir en el Reid's, paradigma del lujo inglés, donde se hospedaron Rilke, Bernard Shaw o Churchill, a los hotelitos baratos, como el recién reformado Colombo.

De las variadas visitas posibles dentro de la capital, destaca inexcusablemente una al Museo Quinta das Cruzes. Su jardín es una auténtica delicia, con un pequeño parque arqueológico donde se muestran losas sepulcrales, ventanas manuelinas, una picota medieval y varios escudos de armas. En el interior de la villa se puede recorrer la historia del mueble de todos los tiempos y contemplar una interesante colección de litografías que muestran cómo era la vida isleña en el siglo XIX. Igualmente es recomendable visitar la villa de Blandy's Garden, a las afueras de Funchal y rodeada de un mar de vegetación voluptuoso. Aún viven en ella sus dueños, por lo que sólo se puede ver de lunes a viernes, de 9.30 a 12.30 horas.

También en el extrarradio merece la pena acercarse al pueblo de Monte, zona de veraneo por excelencia hasta los años 40, famosa por los peligrosos paseos en troika a través de sus calles en desnivel. Aquí vivió y murió el último emperador austro-húngaro, que descansa en la popular iglesia de Nossa Senhora do Monte.

La vista de Funchal en los días claros es excepcional y su Jardín Municipal y la plaza de Largo da Fonte merecen una parada, que puede completarse en esta última con un trago del agua mágica de la virgen. Si a pesar de todo insiste en una bajada en trineo, no pague más de 2.000 escudos por persona y sobre todo compruebe que los porteadores estén sobrios.

Tierra adentro

En el camino hacia el norte de la isla se pasa por el pintoresco pueblo de Cámara de Lobos, que debe su nombre a la otrora populosa comunidad de lobos de mar que aún pervive en las cercanas islas Desertas. Este escenario fue el predilecto de un Churchill acuarelista, que tras su retiro se hizo habitual de Madeira. Dominando el pueblo, el Cabo Girao, de 580 metros de altura, es considerado el segundo más alto del mundo. Sólo es posible acercarse a él en lancha.

Tras pasar Ribeira Brava nos adentramos en el país profundo, escalando la Serra da Agua a través de una tortuosa carretera flanqueada por flores multicolores. El panorama es un conjunto de montañas llenas de verdor y salpicadas de pueblos encaramados. En la cumbre se encuentra la Pousada dos Vinháticos, un espléndido parador de 14 habitaciones, ideal para los que busquen la tranquilidad más absoluta.

Una vez sorteado el espinazo de la isla llegamos al pueblo de San Vicente, con unas vistosas grutas de origen volcánico y una no menos interesante iglesia parroquial con frescos que muestran cuál era su aspecto en el siglo XVII.

Hacia el oeste, ceñidos al acantilado y casi salpicados por las olas, tomamos el camino de Santana, un pueblo que debe su atractivo turístico a unas peculiares casitas triangulares, como barracas pintadas en vivos colores. Es posible dormir en alguna de ellas por el módico precio de 6.000 pesetas. El hotel Colmo exhibe una reconstrucción de uno de estos hogares campesinos con un ajuar primorosamente bordado, artesanía en la que son maestras las isleñas.

Hacia el este se encuentra uno de los recorridos más emocionantes de la isla, la carretera a Porto Moniz, poco más que un saliente excavado en los acantilados, que atraviesa 19 kilómetros de túneles y cascadas. Su construcción fue una obra titánica que se realizó en 16 años sin maquinaria alguna. Porto Moniz, antiguo enclave ballenero, ofrece la posibilidad de bañarse en unas piscinas naturales de lava cuyas aguas se renuevan a diario por la fuerza de las mareas.

Vertical y verde, portuguesa a trompicones. Aislada en una eterna primavera, Madeira flota en su deriva inmóvil.

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